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Cerca del Cielo – Por: José Ramón Flores Viveros

Atleta de altura máxima

En una ocasión, hice un ascenso desastroso en el Pico de Orizaba. Recuerdo que era el mes patrio, estaba en pleno Glaciar de Jamapa y trabajaba sobre la empinada pendiente de concreto blanco. Un blanco profundo y con un poder enigmático en la mente, algo muy difícil de explicar, una comunión que, si no se sabe manejar, se convierte en miedo y angustia. Subíamos lentamente, solo se escuchaba la respiración con ritmo brutal de quienes nos encontrábamos aquella mañana, extraordinariamente luminosa, intentando subir la montaña reina de México.


De repente sobrevino un repentino alud de rocas, que caían desde el cráter a una velocidad tremenda. Martín Conde, quien subía delante de Romeo, Rafael Libreros y yo, comenzó a gritarnos. Solo nos veíamos las caras extrañados, no se entendía qué nos estaba advirtiendo, hasta que volteamos hacia donde nos señalaba con una mano que alrededor de ocho piedras del regular tamaño caían a gran velocidad.


El miedo me paralizó conforme veía acercarse los proyectiles; un efecto visual hizo parecer que si nos movíamos para evitar el impacto, las piedras también lo hacían, recuerdo que tomé absurdamente el piolet y lo aprisioné con ambas manos, como si fuera bate de beisbol. Las piedras pasaron y no nos causaron ningún daño. Pero el daño mental ya estaba hecho, ya no pude seguir, me tiré al suelo y rompí en llanto, impotente por el miedo, que se apoderó de mí, impidiéndome seguir adelante.


En Coatepec, encontré al destacado atleta coatepecano Felipe Zapata Serena, gloria de este deporte en nuestra ciudad natal, le conté lo sucedido en el Pico de Orizaba, aunque también reconocí que mi preparación física no había sido la adecuada. Felipe me escuchó, y cuando terminé mi relato, me propuso que entrenara con él. Sin saber en lo que me estaba metiendo acepté su propuesta. Felipe siempre fue exageradamente extrovertido, con una energía fuera de serie, al día siguiente, justo a las 6 de la mañana, se encontraba a los gritos afuera de mi casa, yo lo único que deseaba era dormir.


La disciplina no es precisamente lo mío, estaba arrepentido de haber aceptado entrenar con esta máquina de energía y puntualidad inglesa. Exactamente a esa hora, donde vivía se convertía en un mercado sobre ruedas de ruidos y gritos. Esto fue a finales de septiembre, octubre y noviembre, de lunes a domingo. Eran casi dos horas diarias durante dos meses y medio a un ritmo al que no estaba acostumbrado. No hubo excusa para no salir a correr. Felipe corrió varias veces el maratón de México. Sabía perfectamente de lo que hablaba y con asombro lo veía platicar hasta por los codos, cuando íbamos en plena faena atlética. Yo apenas asentía con la cabeza, incapaz contestar, apenas podía con mi alma por el esfuerzo.


Con Ricardo Torres Nava, me ocurrió lo mismo, subiendo el Pico, también con el alma en la mano, mientras el Richard, platicaba, como si estuviera dando de vueltas en el parque de Nueva Rosita, Coahuila, un día domingo. A finales de noviembre, subía nuevamente el volcán, con Romeo y Martin. Fruto del entrenamiento, sentía una fuerza física y mental fuera de control, que me hizo hacer algo incorrecto, me despegué de mis amigos, y comencé a subir a gran velocidad, me comí prácticamente el glaciar, hasta llegar al cono, donde tuve problemas para atravesar la grieta mayor. Afortunadamente, unos escaladores de la ciudad de México, que alcancé en ese punto, me permitieron entrar en su cuerda para poder saltar la grieta.





Aquel triunfo como todos los modestos triunfos de montaña, fue compartido con Felipe Zapata Serena, quien en días pasados partió hacia el cielo. Tengo la certeza de que este hijo pródigo de Coatepec, que puso siempre en todo lo alto a nuestro pueblo, como atleta de alto rendimiento, a nivel local, estatal y nacional, sigue corriendo entre las nubes, cerca del cielo, cerca de Dios.

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