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Al aproximarse la fiesta más grande de nuestra cultura tradicional, la de los muertos, empiezan los preparativos en la cocina y en toda la casa de la abuela. El trajín involucra a chicos y grandes. El viejo cortador, curtido por el tiempo, el trabajo y por la pérdida de muchos seres queridos, observa desde su raída silla de paja; pareciera que ya espera su propia ofrenda. Los chiquillos se le acercan y le preguntan el significado de esta celebración; a lo que ni tardo ni perezoso, el viejo sabio de los cafetales, sobreviviente de muchos entierros y acompañante de cientos de velorios, enciende un oloroso puro y se dispone a dar cátedra:
Una de las tradiciones más importantes de México y que nos da identidad en el mundo es el Día de Muertos. Cada 1 y 2 de noviembre recordamos a todos nuestros seres amados que ya no están con nosotros de forma física. La celebración de los fieles difuntos en México tiene su origen en la época prehispánica.
Los mexicas tenían varios periodos en el año para celebrar a sus muertos, los cuales se realizaban al terminar las cosechas, entre septiembre y noviembre. Los aztecas creían que la vida continuaba en el más allá, por eso consideraba la existencia de cuatro “destinos” para las personas, según la forma de morir: El Tonatiuhichan o “casa del sol” era el sitio al que iban los guerreros muertos en batalla; el Tlalocan, un tipo de paraíso al que llegaban todos los que morían por el agua; El Chichihualcuauhco, un espacio destinado para los bebés muertos; y el Mictlán, el reino de los muertos y destino de quienes fallecían por causas diferentes. Para llegar a este último, los muertos debían realizar un largo proceso en el que eran ayudados por un perro.
Con la llegada de los españoles, el Día de Muertos no desapareció como otras fiestas religiosas mexicas. Los evangelizadores vieron que había una coincidencia de fechas entre esta celebración prehispánica con el día de Todos los Santos, dedicado a los que murieron en nombre de Cristo. En el siglo XIV la iglesia católica incluyó en su calendario dicha fiesta. Fue así como el Día de Muertos se redujo a solo dos días, el 1 y 2 de noviembre, aunque en algunas regiones se extiende más, pues se cree que los que murieron de causas no naturales llegan días antes. También comenzó la costumbre de poner un altar con veladoras o cirios, de esta forma los familiares rezaban por el alma del difunto para que llegara al cielo. Se hizo tradicional la visita a los cementerios, los cuales fueron creados hasta finales del siglo XVIII, para prevenir enfermedades al construirlos a las afueras de las ciudades.
Por su parte, la “Ofrenda” tiene su propia historia y características. Es uno de los elementos más representativos en la fiesta de los fieles difuntos, pues con él honramos a nuestros seres queridos con los alimentos que amaban, además de velas, flores y otras decoraciones. El origen de la ofrenda tiene relación con las ofrendas que se añadían al entierro de los mexicas, así como con los altares que en la Nueva España se colocaban para interceder por las “ánimas benditas o del purgatorio”. La tradición del altar sigue viva en pleno siglo XXI, en muchas zonas de México. En algunas casas se coloca a partir del 28 de octubre. Estos son algunos elementos que debe llevar: flor de cempasúchil, sahumerio con copal o incienso, velas o veladoras, agua, sal, además de fotografías, alimentos, papel picado, calaveritas de azúcar, pan, tamales y otros postres como el dulce de calabaza.
Esta tradición mexicana, llena de color, aromas y deliciosos sabores que raya más en una fiesta, es catalogada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, pues da identidad a varios pueblos del país. Mantengamos viva la celebración del Día de Muertos, una tradición que nos ayuda a recordar a todos nuestros seres queridos con color, fiesta, aromas, alegría y sabor.
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