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DE LAS NOTAS DEL CORTADOR - El rey Midas





Ahora sí, el invierno llegó como debe ser. Van tres frentes fríos que han obligado a los campesinos a quedarse en casa, no se puede salir a cortar café con tanto frío y lluvia. Esto sucede cada año en enero y febrero. Ya le queda poco tiempo a la cosecha y hay que aprovecharla, pero no con lluvia. En este temporal los campesinos se quedan en casa, cerca del bracero, donde mitigan el frío. Es cuando el viejo cortador convive con nietos y bisnietos que lo aprovechan y le piden que les cuente historias, esas que están llenas de sabiduría y enseñanzas. Uno de los chiquillos, con su natural inocencia comenta: “Abuelo ¿y qué haríamos si sigue lloviendo por muchos días o meses y no pudiéramos trabajar? ¿Cómo se sentirá ser muy rico, tener mucho dinero o mucho oro; ya no tendríamos que trabajar?


A lo que el viejo sabio de las cuatro estaciones, testigo de muchos inviernos, que lo han curtido por igual que el estío, dando un ruidoso sorbo a su jarro de café, se dispone a iniciar su filosófica y campirana cátedra: “El dinero no lo es todo en la vida, hijo. Hay gente tan pobre que lo único que tiene es dinero. Pero sin motivación de vivir, sin entusiasmo por servir, sin satisfacción por trabajar, sin capacidad de admirar y agradecer, y sin amor por la familia. Les voy a contar una historia muy conocida, pero que su mensaje ha trascendido el tiempo. La historia del rey Midas”.


“De acuerdo a la mitología griega, Midas era un rey muy rico y poderoso que gobernaba Frigia. Eran muchas sus riquezas y enorme su fortuna. Tenía una hermosa y cariñosa hija que compartía su vida y le alegraba cada día llamada Zoe. Midas tenía todo lo que un hombre podía desear, vivía en un hermoso castillo, alrededor del cual mandó plantar un hermoso jardín de rosas, poseía innumerables objetos de lujo. El rey pensaba que su mayor felicidad venía de todo su oro. Cada mañana lo primero que hacía era contar sus monedas de oro y las lanzaba hacia arriba para que le cayeran encima, como una lluvia. Algunas veces se cubría de objetos de oro como bañándose en ellos.


Dionisio, el dios de la celebración, pasó por Frigia en su camino a la India. En su viaje uno de sus acompañantes Sileno, se extravió por el camino. Cansado de tanto festejo encontró un hermoso jardín de rosas y allí decidió descansar. Era el jardín de rosas del rey Midas quien allí lo encontró. Midas lo reconoció y le invitó a pasar unos días en su palacio. Era una compañía entretenida que contaba interesantes anécdotas de su viaje con Dionisio. Después de varios días y sin castigarle por aplastar sus rosas lo llevo sano y salvo con Dionisio.


Dionisio estaba muy agradecido, y le dijo al rey: En agradecimiento por cuidar de Sileno y no castigarle, te regalaré lo que quieras. Pídeme lo que quieras y te lo concederé. Midas respondió: Deseo que todo lo que toque se convierta en oro. Dionisio, algo preocupado trató de advertirle: ¿Seguro que es eso lo que deseas? Y Midas afirmó alegando que solo el oro le hacía feliz. Así fue como Dionisio concedió su deseo al rey Midas. Midas se despertó para comprobar el regalo de Dionisio. Tocó la mesita y la transformó en oro, tocó una silla, las puertas, hasta la bañera… estaba como loco tocando objetos y transformándolos en oro. Al principio se divirtió muchísimo haciendo de oro, rosas, pájaros y todo lo que veía.


Se sentó a desayunar y quiso oler la fragancia de una rosa, pero al tocarla esta se convertía en metal y no desprendía ningún aroma. Intentó comer una uva, pero al tocarla se transformó en oro, lo mismo le ocurrió con el pan, el vino y el agua. Empezó a darse cuenta de las advertencias de Dionisio. Intentó acariciar a su gatita y la transformó en oro. Midas comenzó a lamentarse, al escuchar los sollozos, su hija Zoe, acudió a consolarle, el rey intentó detenerla pero ésta le había tocado y quedó transformada en una estatua de oro. Llorando le pidió ayuda a Dionisio: No quiero el oro. Ya tenía todo lo que quería, pero no me había dado cuenta. Quiero abrazar a mi hija, escuchar su risa. Quiero oler las rosas y comer. Por favor quítame esta maldición. El dios Dionisio le respondió: Puedes deshacer la maldición y devolverle la vida a las estatuas, pero te costará todo el oro de tu reino. Busca la fuente del río Pactulo y lávate las manos allí. Midas se lavó las manos en el río, al instante su hija volvió a ser persona y todo lo que había transformado en oro recuperó su esencia natural”.


Sonriente por ver a los nietos embelesados por el relato, solo se concretó a explicar: “Este relato tiene una moraleja: la persona ignorante rara vez alcanza la felicidad, pues no sabe valorar lo que tiene. La historia del rey Midas, así lo demuestra. Nos enseña cómo las mayores riquezas no son las materiales y cómo ser codicioso traerá consecuencias negativas. Ni todo el oro del mundo puede aportarnos más felicidad que una persona querida, ni todo el oro del mundo es comparable con la fragancia de una rosa, con el sabor de una comida, el saludo de un amigo o el abrazo cariñoso de quienes amamos…”.

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