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DESDE LA FINCA Por: El Cortador




De calores y recuerdos.- Pasó el primer semestre del año, casi sin darse cuenta, los campesinos comentan que ya estamos a la mitad de julio. Los fuertes aguaceros de verano, aunados a los calorones previos a la canícula, han hecho crecer los ríos y encender los miles de tonos verdes de cafetales y jinicuiles principalmente, que agradecidos empiezan a lucir presuntuosos sus abundantes frutos. El viejo cortador curtido por el tiempo y el trabajo, les cuenta a sus nietos, que esta vez lo acompañaron, dos inquietos chilpayates que no van a la escuela por la pandemia y no paran de preguntar hasta de los chaquistes, esos feroces mosquitos que en enjambres los llenan de rochas. “Abuelo, hace más calor que antes”, comentan los traviesos chavales. A lo que el anciano erudito, curtido por muchos ardientes veranos y forjado por incontables jornales, les explica con la paciencia de un pedagogo: “Es que es verano y ya está entrando la canícula”. Y antes de que puedan cuestionar, sabiendo de la inminente pregunta, se adelanta a la respuesta. “La canícula es un fenómeno climático que se manifiesta entre julio y agosto, tiene como principal característica la disminución en la cantidad de lluvia, así como el aumento en la temperatura, siendo la época más calurosa del año. Este año se adelantó, entrará mañana 12 de julio, normalmente empieza entre el 16 y el 18 de julio y termina por el 20 de agosto, dura cuarenta días, que según la creencia de nuestros abuelos, hay que cuidarse porque cualquier herida tarda en sanar. Además, cuando entra con lluvia, cierra con lluvia, pero cuando hace mucho calor, quiere decir que siempre van a estar las temperaturas muy altas, eso fue lo que siempre escuché de mis padres y abuelos, es lo que me enseñaron. La expresión canícula se deriva de canes, o sea perros, y su alusión al fenómeno del calor abrasivo, tiene un fundamento astronómico: alude a la constelación Can Mayor y su estrella Sirio “La Abrasadora”, que provoca el fenómeno del calor abrasivo. Cerca del 15 de julio el clima se seca y no es conveniente sembrar, sino hasta pasado el 15 de agosto”… Los chiquillos atentos a la cátedra del abuelo, le ayudan con el azadón a despejar los surcos. Curiosos por naturaleza y aprovechando la permanente disponibilidad del curtido campesino, le piden que les platique de “cuando era pequeño”. A lo que el rudo y valiente longevo de alma humilde y cerebro de luz, sin mayor preámbulo inicia su discurso: “Vivimos en un mundo sórdido y extraño. Algunas cosas son las mismas de siempre, es verdad, pero otras han cambiado y son hoy muy diferentes. Yo vengo de un tiempo donde la confianza era la norma y no la excepción; los tratos más importantes se concretaban en un apretón de manos y la palabra empeñada era la ley. Muchos tenían como única referencia de límites entre las propiedades unas líneas de piedras que se habían acordado desde la época de los abuelos. ¿A quién se le hubiera ocurrido tocar una sola piedra del lindero? Nadie desconfiaba de la cuenta del “fiado” que llevaba el tendero, la cual se liquidaba con la “raya”. Confiar en los demás se convertía en un imperativo categórico y esa confianza provenía de esa fe puesta en nosotros mismos, quizás hija de la madurez y la experiencia. Nacimos antes de que surgiera la televisión, el aire acondicionado, la comida chatarra, los supermercados y las tarjetas de crédito. Las vidas estaban gobernadas por el buen juicio y el sentido común, el menos común de todos”. Su elocuente disertación se vio interrumpida por unos goterones que los volvieron al presente y que los hizo correr a protegerse, pero en ese jelengue, le escucharon decir: “La familia es lo más importante y debemos cuidarla, sobre todo en situaciones de contingencia…”. 


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