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EDITORIAL


Un jueves en la noche, en el primer fin de semana después de la primera luna llena después del equinoccio de primavera, se reunieron en torno a una mesa, trece hombres que fueron capaces de desafiar el despotismo del Imperio Romano, combatir la intolerancia y el fanatismo religioso de su época.


Armados únicamente de la palabra y del compromiso por ennoblecer al pueblo, por considerarlo como la gran familia de la humanidad, despedían a Jesús de Nazaret ante una muerte segura, porque resultó ser mucho más peligroso para la estabilidad del imperio y sus protectores religiosos, que cualquier delincuente de la época.


Esta Semana Santa, que inicia con el domingo de ramos, rendimos homenaje a la memoria de Jesús de Nazaret, no como hijo de Dios, tema que está por fuera de nuestros límites de conocimiento, sino como hombre ejemplar que supo conducir a un pueblo sometido por la ignorancia, el ultraje y la superstición, hacia la búsqueda de la libertad y la igualdad, basado en principios profundos de hermandad, solidaridad y amor, enseñados en un lenguaje simbólico caracterizado por la coherencia entre la palabra y el ejemplo.


Su entereza de carácter, que lo distinguió en todas sus acciones de vida, lo convirtió en un hombre inmortal, porque a pesar de su muerte, su legado libertario cambió la historia del mundo y aún está vigente con diferentes líneas de pensamiento.


325 años después de su muerte fue capaz de sentar al Imperio Romano con los obispos del cristianismo, para analizar las ideas acogidas por los esclavos, pobres y oprimidos, para convertirla en la religión de los desposeídos. Contrario a los principios que promulgó y defendió Jesús con su propia vida, pudo más la ambición y soberbia del Emperador Constantino I y sus interlocutores, que rápidamente se pusieron de acuerdo para "estructurar" una religión que se amoldara a sus intereses particulares. Fue en el Concilio de Nicea donde se deformaron los principios divulgados por Jesús de Nazaret, al lograrse la integración de un grupo de oportunistas que se hicieron dueños y señores del poder imperial: la iglesia.


Jesús basó sus enseñanzas en el principio universal de la igualdad de todos los seres humanos. Predicó la necesidad de vivir en fraternidad y armonía, condición “sine qua non” para alcanzar la paz y la convivencia y reafirmar que todos somos hermanos. Insistió en que siempre debemos ser consecuentes, en la necesidad de transformar las palabras en hechos, en hacer y actuar, de acuerdo con lo que se dice. Aunque Jesús nunca escribió, enseñó el poder de la palabra.


En esta Semana Santa es importante rescatar los principios fundamentales que fueron impartidos por este hombre que se distinguió por su honradez, su veracidad y su humildad, capaz de actos heroicos realizados con lealtad y devoción a sus propias convicciones. Las enseñanzas dadas por Jesús de Nazaret, y su ejemplo de vida, deben servirnos de ayuda y soporte en la lucha que todos debemos emprender contra los enemigos de la Luz y de la Verdad.


Rescatemos la actitud asumida por Jesús en la Cena Pascual, porque reivindicó uno de los principios más importantes de la vida: por encima de la muerte está el honor, la defensa de una causa noble, la Patria, el derecho y la justicia.


Este es el fondo de la celebración de la Cena Pascual y de la Cuaresma, porque en el momento en que se despide de sus discípulos tiene la convicción que sería condenado a muerte, a la que prefirió, antes que traicionar sus principios, porque no confiaba en el Imperio Romano y mucho menos en el sanedrín asesor, ejemplos vivos de la traición, la mentira, la injusticia y la hipocresía.


Tiempos de reflexión… Feliz Semana Santa…



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