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EDITORIAL

El pasado 12 de julio, que también fue el Día del Abogado, se cumplieron 163 años de que en 1859, se promulgara la Ley de Nacionalización de los Bienes de la Iglesia, por el presidente Benito Juárez, la cual marcaba la consumación de las Leyes de Reforma al separar a la iglesia del Estado.


El amasiato entre el gobierno y el clero era históricamente evidente, pues emperadores y prelados llegaban con la bendición de la iglesia. Juárez los separa y sienta las bases del laicismo, es decir gobiernos laicos e iglesia despolitizada.


Años más tarde esta relación se vuelve a fortalecer, fuera de lo institucional, pero sí de facto. Es evidente la oligarquía entre familias acaudaladas, políticos y obispos. Poder político, económico e ideológico. Esa sincronización es bien conocida en la historia reciente y fue fundamental para la permanencia y continuidad de clanes.


Por ello llama mucho la atención el pleito y distanciamiento entre el gobierno del Presidente López Obrador con la cúpula del clero católico, debido al asesinato de dos sacerdotes jesuitas en Chihuahua, a la exigencia de la iglesia de cambiar la fracasada estrategia de seguridad y al mal manejo del tema; al grado de que, increíble, se ha determinado la “excomunión” del ejecutivo federal y el evidente deslinde del Vaticano, es decir del propio Papa Francisco, con la 4T.


Seguramente los consejeros del Presidente no se han dado cuenta que aun con el desprestigio y deterioro del catolicismo en el mundo, en México un alto porcentaje de la población siguen siendo fervientemente católico. Ignoran que, sin exagerar, el clero tiene más poder que la ONU en el mundo. Por eso surgen muchas dudas:


¿El Obradorismo va a retar esos canales reales de poder internacional, sólo por capricho y terquedad? López Obrador está incurriendo en la imprudencia de enfrentarse a la Iglesia, creyendo que va a obtener réditos de tal pleito. Y como si no tuviese suficientes conflictos, de manera sectaria retó a la comunidad Judía de México al desaprobar a Carlos Alarzraki, llamándolo “hitleriano”, siendo Judío.


No solo parece intransigencia, el repartir abrazos en lugar de poner paz a través de las fuerzas del orden público, sino que López Obrador ha abierto un capítulo no visto en México desde hace décadas: un enfrentamiento con las autoridades religiosas y eclesiásticas del país, lo que pudiera representar una debacle.


Hay quien se atreve a decir que tales embates verbales del Presidente de la República contra la jerarquía de la Iglesia y hasta la orden de los Jesuitas no se habían producido desde la llamada Guerra Cristera que vimos en México en 1926.



López Obrador ya se encontró un tope que no esperaba y al que quizá está enfrentando con imprudente desparpajo y con las formas habituales de la mañanera: ramplonas, peyorativas, insultantes y con falta de sustento. Y luego lo de la Comunidad Judía. Sus reacciones recientes dejan ver cuánto le molesta el tema, pero las cifras no mienten en cuanto a la inseguridad en el país.


Esto pudiera complicarse gravemente si no se le da el manejo diplomático adecuado. Será interesante medir si los simpatizantes de López Obrador, se declararán más católicos o más morenistas. Si gana la fe o el fanatismo.





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