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EXPRESO CORTADO

Gilberto Medina Casillas


ASESINOS.- Se dice que la palabra asesino, nace entre los años 1100 y 1200 de la era corriente, en Persia, debido al ‘Viejo de la montaña’ quien comandaba un nutrido grupo de inescrupulosos comedores de hachís, una resina hecha con extracto de cannabis, a quienes se les denominaba ‘hachichines’ y eran sicarios, asesinos expertos, a quienes el viejo de la montaña, les encomendaba misiones mercenarias de aniquilamiento de personas. Es Marco Polo en su ‘Libro de las Maravillas’ quien da cuenta de esto. De los ‘hachichines’, se dice, proviene la palabra asesinos, con la acepción que hoy todos conocemos. En la cultura occidental en la que abrevamos los mexicanos, se tiene por sabido que el primer asesino fue Caín, primogénito de Eva; quien mató a su hermano Abel, golpeándolo con la quijada de un burro. Se contextualiza este asesinato en una trama de celos y envidia, porque Abel, sus sacrificios a Dios, más precisamente, le resultaban más gratos al Señor, que los que Caín hacía con el mismo propósito. Entonces, el móvil de este homicidio fue la envidia. Una ira desproporcionada, un ataque de rabia, una valentonada inaudita. El resultado de este homicidio flagrante no fue el castigo, el dios de Moisés parece que puede ser juez y parte sin problema, sino que Dios lo mandó que dejara a sus padres y fuera por los caminos buscando donde asentarse, con la universal prohibición de que nadie podría hacerle daño en modo alguno, para lo cual le puso una señal en la frente. Siglos más tarde, procediendo de la misma fuente bíblica, se asentó en la ley de Moisés el llamado quinto mandamiento: no matarás. Cabe decir que es la iglesia católica quien clasificó los mandamientos de Dios en diez. El caso es que matar es malo, es un pecado mortal y es del todo mal visto. En un plano más pedestre, la ley prohíbe a los ciudadanos y pobladores de un país en particular: matar. En México hay un código penal que señala al homicidio y feminicidio, como infracciones graves a la convivencia humana. Estos crímenes graves están catalogados según la causalidad, culposo o doloso, el arma empleada, los móviles que le impulsan y los efectos sociales que un asesinato puede causar.

Los delincuentes, específicamente los narcotraficantes, parecen desconocer del todo la legislación y las consecuencias de las continuas ejecuciones que realizan, en la llamada guerra del narco, producen imágenes terroristas emblemáticas al por mayor: ahorcados bajo puentes, hieleras repletas de cabeza humanas, cuerpos desbaratados en ácido y fosas clandestinas. En la convivencia pacífica, ninguna persona puede, como se dice: ‘hacer justicia por cuenta propia’. Matar es la forma más grave de cualquier acción punitiva que un civil puede realizar. Sin embargo, el gobierno puede usar la fuerza pública para someter, castigar y matar, si es necesario. Como paréntesis, me permito comentar el ejercicio de una muy extraña estética que hizo Thomas de Quincey, en su libro titulado ‘El asesinato como una de las bellas artes’, donde en el club de raros intelectuales británicos examinan casos de homicidios llevados a cabo de manera harto compleja e impunemente. Los asesinos seriales han hecho de la matanza humana, un deporte. La situación horrible donde el asesinato no solamente se permite sino se alienta, es la guerra. Incluso, a los soldados más mortíferos, se les condecora. Las tácticas de guerra, cargadas de artimañas, fintas y engaños, tienen el propósito de causar el mayor daño posible, lo que implica, cruelmente, asesinar enemigos, cuantos más mejor. Resulta patético que los seres humanos, como afirma Gurdjieff en su libro ‘Relatos de Belcebú a su nieto’, sean los únicos seres tricerebrados de la galaxia que se matan unos a otros. En este contexto atroz, el de la guerra a ultranza, los asesinatos de Hiroshima y Nagasaki no tienen paragón. Jamás se han desplegado armas tan ultrajantes y nocivas como las bombas atómicas que los Estados Unidos se atrevieron a usar para exterminar dos ciudades japonesas, humillando hondamente a los japoneses y sentando el precepto fundamental: el miedo como coerción universal. En México, dada la impunidad, la connivencia gubernamental con el crimen organizado y la probada incompetencia de las fuerza militares y policiacas; el asesinato es una forma de vida, petulante, altanera y perniciosa. Al parecer los periodistas están en las listas de los asesinos a sueldo. Asesinan por paga, se habla de su eficiencia e impunidad; esta última es la parte primordial del asesinato mercenario. Recuerdo, con frío temblor, cuando le pregunté al bolero adolescente que me


limpiaba los zapatos en la ciudad de Culiacán, Sinaloa, que qué quería ser de grande. Me respondió: sicario, mirándome a los ojos. Lo que me resulta falaz, es la letra del himno nacional mexicano, llamando a los mexicanos a guerrear para perder la vida en el altar de la patria: ¡Para ti las guirnaldas de oliva! ¡Un recuerdo para ellos de gloria! ¡Un laurel para ti de victoria! ¡Un sepulcro para ellos de honor! ¿Cómo puede haber honor en un sepulcro? ¿Cuál guerra hemos ganado? Ninguna. (La de independencia no la ganamos ’nosotros’, porque todavía no existíamos).




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